Artistas reunidos en una oficina de Escultura en la Calle

A LA SOMBRA DE LA LADY 2

BRACHICITO

Las cosas envejecen, con la vida. Pablo Neruda, que fue fugaz visitante de Tenerife, donde fue recibido con alegría e información por sus colegas de Gaceta de Arte, que luego serían figuras del renacimiento cultural que fue para la isla todo lo que hizo el Colegio de Arquitectos, tiene un verso que yo he subrayado muchas veces: se van rompiendo cosas en la casa, aunque nadie de veras las rompe, simplemente “las cosas se rompieron”. Se rompen los jarrones, los cuadros, las autopistas o los papeles, e igualmente se rompe la memoria, se desnutre, alguien la pisotea o acaso la pisotea el tiempo.

Sin embargo, en esta visita al Colegio que en 1972 era una novedad en la ciudad y en las islas, recién hecho, oliendo aún a nuevo como antiguamente olían a nuevo los juguetes de Reyes, encontré que si bien se habían roto recuerdos y hechos, ilusiones e impulsos, el Colegio mismo, su hechura, sus distintos departamentos, sus despachos, las paredes tan bien diseñadas, como el resto del edificio, por Vicente Saavedra y por Javier Díaz-Llanos (algunos los llamábamos Saavedra Díaz-Llanos, como si fueran uno solo), parecían inmunes al paso del tiempo.

Entré, sin permiso, en algunas de esas estancias, y allí sentí que ni el olor había cambiado de rumbo, todo parecía guardado como para una resurrección, o bien había sido resguardado por los buenos materiales visibles para que el tiempo le resultara al edificio lo menos dañino posible.

Los compañeros que me hicieron el tour, Carlos Saavedra, el hijo arquitecto de Vicente, y Carlos A.

Schwartz, mi amigo de entonces y de siempre después, artífice con Vicente y con los demás de aquellas primeras actividades tan fértiles, me llevaron después a la biblioteca del Colegio. Con nosotros iba José Luis Fajardo, artista que ha hecho su vida por esos mundos, que estuvo en aquellos encuentros de arte de los setenta con aquellos amigos y con artistas de su calidad y de su tiempo, canarios, peninsulares o extranjeros.

La biblioteca estaba siendo mejorada por dos jóvenes en los que vi reencarnados a chicos de entonces que seguramente ya tienen mis años, o quizá no tantos. Pero estos eran unos muchachos, cavando vida todavía. Trabajaban con libros que les habían sido donados a la muy sobria, potente, biblioteca colegial. Debían venir esos libros también de gente de nuestra generación, pues cada uno de ellos tenía portadas (de Alberto Corazón, por ejemplo) que guardaban el aire de la época en que éramos lectores progres, que alternábamos el aprendizaje envidioso de la arquitectura (los que no sabíamos para haber sido arquitectos) con la lectura de la política que entonces, a principios de los setenta, era permitida en la España a la que se le iba cayendo la penosa pelusa de la dictadura.

Esta biblioteca de ahora, nítida, favorecida por la luz que viene del barranco, parece una combinación de décadas. Los jóvenes bibliotecarios, con sus guantes azules, cuidando el pasado como si fuera de cristal, limpiando las cubiertas y los interiores, me transmitieron de pronto el espíritu de aquellos años en que sentíamos que el Colegio de Arquitectos olía a nuevo, como las ilusiones recientes.

Así que salí a la calle recordando, además de todo aquello que me vino a la memoria mientras escuchaba hablar al pintor y a los arquitectos, algunos hechos que protagonizaron los ya citados artífices del buen tiempo pasado mientras se iba desarrollando la idea de la

magna exposición de Escultura en la Calle. Y no sé por qué me vino a la memoria que tengo una visita de entonces que algunos arquitectos, presididos en ese momento del paseo por Juan Julio Fernández, hicieron al Parque García Sanabria, cuyos árboles parecieron en algún momento parte también del conjunto que terminó siendo el enorme legado escultórico. Iniciaba el paseo el gran jardinero que fue el uruguayo Leandro Silva, que iba identificando árboles, con características y procedencias. Yo iba anotando, para mi reportaje de aquel día, y observé que, ante un titubeo del especialista, Juan Julio, que tenía en ese entonces y tendría después, una gran pasión por la erudición que tiene el nombre preciso de las cosas, le recordó a Leonardo el nombre exacto de aquel árbol cuyo nombre se le atravesada.

“Es un brachicito”, dijo el entonces joven arquitecto. Y yo lo anoté de tal manera que jamás se me olvidan ni el nombre ni el momento, brachicito, igual que no se me olvida la noche en que Rubens Henríquez, entonces presidente del Colegio (sólo lo podía ser él, qué hombre extraordinario) llevó a Joan Miró y a Josep Lluis Sert a comer viejas a la Caseta de Madera del inolvidable amigo Poleo.

Juan Cruz Ruiz

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