27 Dic A LA SOMBRA DE LA LADY 3
“¿¡El Guernika, puñetes!?”
Hubo dos etapas en la historia de la relación del Colegio de Arquitectos con la ciudad estupefacta y tranquila que era entonces Santa Cruz. Lo sigue siendo, o lo volvió a ser, porque francamente la ciudad de nuestras vidas nunca prestó demasiada atención a los grandes acontecimientos. Los acontecimientos pasaron por ella, ella pasó por los acontecimientos, y la ciudad siguió oliendo el aire del mar. Incluso dejó que le quitaran el mar, que ahora es una línea en el horizonte precedida de barcos de turistas y de contenedores.
En todas las épocas de la vida, como he contado en alguna ocasión, Santa Cruz tomó la actitud del tendero que la representa, según decía el gran naturalista Alexander Humboldt: “Santa Cruz es un tendero que abre la tienda y se sienta a esperar a que no venga nadie”.
El primero de aquellos acontecimientos realmente inolvidables fue cuando aquí se juntaron, con numerosos artistas y profesionales del medio ambiente o la arquitectura, el arquitecto Josep Lluis Sert, republicano que vivió casi toda su vida en el exilio, en Estados Unidos, y Joan Miró, catalán y mallorquín, uno de los grandes pintores de la España del siglo XX que, y esta es una curiosidad, aparece boxeando con Francis Scott Fitzgerald en París era una fiesta.
Verdaderamente fue un enorme festejo que llenó de orgullo a quienes la organizaron, Rubens Enríquez, el decano, y Vicente Saavedra y Javier Díaz Llanos, que fueron quienes diseñaron y terminaron esta hermosa arquitectura que sigue siendo el edificio al que da la bienvenida La Lady de Martín Chirino.
Por esas casualidades que han marcado mi vida, yo veía cómo Chirino hacía (diseñaba, imaginaba, esculpía) esa hermosa silueta roja, rotunda, una metáfora de aire en la ciudad, puesta con enorme elegancia entre el barranco y la calzada que en un tiempo se llamó Rambla del general Franco. La escultura estaba como evocando dos épocas, una de las cuales, ay, sigue siendo barranco a secas, y muy a secas, y la otra solo se llama La Rambla. No recuerdo si Chirino le puso título a su escultura, y no estoy tan seguro, de todos modos, de que tuviera que hacerlo, pero me parece que fue por una ocurrencia de don Domingo Pérez Minik que terminamos todos, incluso el escultor, llamándola La Lady, y es por eso por lo que esta pequeña serie la he llamado así, A la sombra de La Lady.
El segundo acontecimiento que acogió el Colegio de Arquitectos para celebrar su apertura fue aun más multitudinario porque además vino acompañado por el gran hecho artístico y ciudadano habido en la segunda parte del siglo XX en la ciudad de Santa Cruz. Las esculturas llegaron, naturalmente en barcos, y se fueron dispersando por las calles principales y por algunas adyacentes, como si empezaran a surgir relatos de otros lugares o de otro tiempo, dichos por artistas de otras lenguas como cartas que nosotros debíamos disfrutar o desentrañar. Mucha gente se sintió orgullosa, yo mismo lo estuve, lo sigo estando, y otros se quedaron perplejos, porque no se esperaban que aquel Santa Cruz que parecía un jubilado al sol despertara de esta manera a la era moderna y juvenil que se le regalaba de pronto.
Acompañé como periodista aquel acontecimiento, del mismo modo que me ocupé del primero. Escribí sobre todo ello incluso para la BBC de Londres, para gran regocijo de Pérez Minik, tan anglófilo, y también les conté a los lectores de Triunfo, entonces una revista imprescindible para escapar del franquismo latente también aquí, qué cosas estaban pasando entre nosotros. Y, por supuesto, hice textos y reportajes, hasta más de la cuenta, podría pensarse entonces, en el periódico El Día, en el que desarrollaba sin parar una vocación que me persigue.
Por todo ello el Colegio, es decir, Rubens Enríquez, tuvo la gentileza de fijarse en mi para hacerme un obsequio que yo estimé inmerecido, pero que él atribuyó a una comunidad de profesionales a los que no podía decir que no. Lo cierto es que eligió dármelo en una de aquellas cenas que hacíamos en La Caseta de Madera para celebrar cualquier cosa entonces. En esta ocasión celebrábamos la presencia, y la despedida, de aquellos dos invitados especiales, Miró y Sert, que departían en su lengua, el catalán, sin prestarle mucha atención a aquel gesto tan generoso que tuvo conmigo el amigo Rubens.
Lo cierto es que Rubens me entregó aquel obsequio, que era un enorme cuadro tapiado por mil envoltorios que en ese momento decidí no desvelar. Me parecía que más bien tenía que irle a preguntar a Miró por el tema del día, pues por alguna razón se estaba removiendo en España la necesidad de devolver a España, aun en tiempos de Franco, y de Pablo Picasso, que seguía vivo en su exilio francés, el enorme tapiz que representa los horrores de la guerra. Por eso le dije a Miró si me podía conceder al menos una pregunta, a lo que accedió mientras miraba una de las redes marinas que decoraban el chiringuito playero de El Poleo.
Así pues, le pregunté al maestro qué opinaba precisamente acerca de ese cuadro, el Gernika, de su amigo Pablo Picasso. Y alzando los brazos como quien va a volar, el maestro me respondió esto y tan solo esto, haciendo así prueba de que las palabras las racionaba, aunque le sobraran la timidez y la sonrisa:
–¿El Gernika? ¿El Gernika? ¡Puñetes!
Todos rieron.
Al volver a casa abrí el regalo que me había entregado Rubens. Era una prueba serigrafiada y firmada a lápiz por su autor, Joan Miró. ¡Joan Miró, puñetas!
Juan Cruz Ruiz
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